I.
Recuerdo mi adolescencia como una época en la que me invadía una sensación de lograr algo grande. Lo cual se manifestaba en mi caso como un deseo por leer muchos libros, aprender un montón de idiomas y visitar tantos países como pudiera antes de llegar a los 30 años - esa edad que en la juventud se percibe como la línea después de la cual sólo hay vejez.
Es bien sabido que en la adolescencia uno comienza a construir su identidad, y muchas veces utilizamos objetivos arbitrarios como una forma de lograrlo. No está de más decir que nunca alcancé a leer 50 libros al año, ni aprender 10 idiomas ni visitar 50 países antes de mis 30 años. Sin embargo, encuentro que hay algo bello y silvestre en ese arrojarse - cual perro persiguiendo la defensa de un auto - tras un interés adolescente, una aspiración que no contempla ni prevé su propósito.
Dicho impulso por querer hacer algo a nuestro parecer enorme tiene por debajo un deseo de demostrarle al mundo (aunque tal vez principalmente a uno mismo) que existimos, que podemos hacer cosas que otros no, y que cuando las alcancemos lograremos tocar (algo parecido a) la felicidad.
II.
Existe algo llamado la “falacia de la llegada”, que describe la creencia errónea de que alcanzar un objetivo resultará en felicidad duradera. Suele manifestarse cuando pensamos frases como: “cuando sea millonario, cuando tenga tal trabajo, cuando publique mi libro, cuando tenga tantos suscriptores, cuando compre una casa en el campo, cuando me mude a ese otro país, (etc, etc, etc) … entonces seré feliz."
El impulso adolescente por lograr cosas enormes es - por supuesto - un caso más de la falacia de la llegada porque está basado sobre la idea de que sólo el logro de esos objetivos nos dará acceso a la felicidad o plenitud que buscamos.
Lo interesante es que esta idea no está confinada a la experiencia adolescente, sino que la llevamos muy a menudo a todo ámbito de nuestra vida sin darnos cuenta de que con ello estamos envenenando nuestra percepción de lo que realmente podría abrirnos la puerta hacia una felicidad más real: la apreciación consciente y profunda del momento presente.
Dejaré por aquí este audio que extraje de una entrevista con Sam Harris en la que presenta muy brevemente esta idea a la que regreso a menudo como un recordatorio de vida: la felicidad no se alcanza, se habita.
III.
El deseo por lograr algo enorme ya no es algo que me quite el sueño. La falta de sueño ahora se lo debo a la paternidad. Sin embargo, algo que también ha cambiado desde que llegó mi hija es la percepción del impacto de mis acciones y planes.
Me he dado cuenta en la paternidad de que el impacto más grande y directo que tengo no está en lo inmenso personalmente o sobresaliente profesionalmente sino en lo pequeño, habitual y cotidiano. Cuesta un poquito llegar a esa (inevitable) comprensión: no se trata de ganar el mundo para demostrarle algo a esta criatura o a alguien más, sino de habitar plenamente el mundo que también nació con esta criatura.
Cuando no tenía hija llegué a cuestionar y juzgar un poco a aquellas personas que desaparecían del mapa cuando se convertían en padres o madres. Dejaban de ser tan responsivos con los mensajes de texto o dejaban de publicar en redes sociales, actividades que en este mundo hiperconectado son fe de existencia.
Ahora comprendo que más que haber desaparecido del mapa, habitaban otro territorio, estaban trazando su propia cartografía con pequeñas acciones, hábitos y rutinas que construyen poco a poco el milagro de la normalidad.
Nos leemos el próximo domingo. 🍃
Carlos! Ayer leí esto en el avión apunto de despegar de vuelta a NC y no alcancé a dejar mi comentario. Ahora lo hago con un café ya entre los árboles de primavera. Leyendo esto no dejaba de pensar en este episodio de este podcast, Feel Better, Live More: https://open.spotify.com/episode/6SfCthv5at7QoMM5LrPxT8?si=ca325d0630a04145.
Habla aquí Gabor Maté mucho sobre la búsqueda de la felicidad y sobre ese afán que siempre tenemos de "cumplir"..tanto que ni sabemos qué. Gracias siempre por tus reflexiones!